Categoría — Alrededor de una fogata – cuentos
Mientras presento mi libro
EDUARDO FRANCISCO COIRO
(Temperley-Buenos Aires-Argentina)
El hombre lee en su asiento una carta escrita sobre papel verde. Se inclina un poco tratando que el sol que ingresa por la ventanilla ilumine de lleno en esas letras de birome azul. Tiene sus ojos cansados y la presbicia lo obliga a distanciar bastante la carta, a punto de temer con incomodar con la extensión de su brazo a la señora sentada enfrente en la que puede ver una mirada curiosa detrás de esos anteojos redondos con bastante aumento.
En realidad, no le importa que esa señora de mediana edad y pelo rubio enmarañado se interese por su carta. Ella solo podría haber leído la fecha y el lugar que están en letra visible e imprenta, arriba a la derecha de la primera hoja. Luego viene la letra manuscrita, pequeña y encriptada de Gabriela que se hace imposible de descifrar si la persona no esta familiarizada con ella.
Y además, que importancia tiene que esa señora sepa de su felicidad, de su ir y venir con el amor y la distancia.
Ella iba y venía, en su trabajo por los aires, en sus ensueños o en amores fugaces de cada aeropuerto que no lograban desplazarlo a él. Su hombre. Él, que iba y venia todos los fines de semana para compartir su lecho, sus labios. Para caminar con ella de la manito o en el abrazo de hombro de ella a cadera de él que tanto les gustaba, como a los eternos amantes, novios o compañeros de vida, aunque nunca supieron definirse, no les interesaba otra cosa más que llevarse de la mano o del abrazo por la vida que era una sucesión de instantes o una eternidad bajo una misma luz, pisándose a veces con mutua torpeza los pies en aquellas estrechas veredas del centro antiguo de la ciudad, para luego retornar al departamento de ella y fundirse en un solo cuerpo a luz de luna o estrellas, a sol que entibia la piel o a cielos de acero sin grietas. Aun parece sentir el ruido de la lluvia cayendo a gotones de sonido persistente por los techos, mientras adentro los cuerpos se encendían bajo cobijas del frío invierno.
Sentados en la cama, los domingos a la tarde él le leía a ella cuentos de Dal Masetto y ella a él a Borges o Cortázar. Una vez, le leyó «Romance» y él sabía, que era apenas un pretexto para llegar a la frase final que tanto lo oprimía como presagio, como una anticipación acechante a la vuelta de la esquina, o en cada ir y venir a la estación de trenes, para llegar o partir de los brazos de ella, su amor, su compañera.
Recuerda haberle leído esa frase final del cuento de Antonio Dal Masetto que ahora ronda en su cabeza: “el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada”.
Él sentía cada encuentro y cada despedida como si fueran una misma imagen superpuesta de ese intento imperfecto de volver una y otra vez al placer, o al contacto de la piel, la fusión de los cuerpos, el orgasmo de cada cual a su tiempo y modo, la sonrisa del después y el dormir abrazados para entrar en la noche del sueño bien juntitos.
Su piel lo enloquecía. Su blanca piel casi transparente en la que podía ver rutas celestes que no parecían venas sino mapas de cielo como los que ella surcaba primero en Aerolíneas Argentinas y más tarde en Lufthansa.
Vuelve a doblar en dos las tres o cuatro hojas de la carta sin dejar de echar una última mirada con los ojos húmedos sobre el encabezado, que seguramente la señora que esta allí enfrente ya ha leído, aun fingiendo desinterés y con la mirada perdida en algún punto de la estación que de una vez están por dejar cuando la fuerza de la máquina logre romper la inercia y el viaje se desate sin atenuantes.
No importa que esa señora sentada enfrente haya leído la fecha: Hamburgo, 15 de abril de 1992.
Y más abajo el Querido Javier: y luego el texto que conoce de memoria y ha leído una y otra vez durante estos años a bordo del tren.
“A los tristes no los quiere nadie” se dice a modo de explicación.
Entonces el tren arranca y el hombre rompe la carta en cuatro con expresión de angustia marcada en el rostro, aunque ya maldice su impulso, su inútil esfuerzo por doblegar ese pequeño hilo de ilusión que lo mantiene ahí, no queriendo preguntarse sin respuesta, y entonces guarda esos grandes pedazos en el bolsillo derecho de su campera, quizá ya mismo piensa en pegarlos con cinta transparente al llegar a su casa.
Intenta disimular su rostro desencajado. Se levanta y se va al otro vagón, no quiere testigos, que nadie sospeche ni se pregunte por que él sigue yendo y viniendo en ese tren. Como si el tiempo no hubiera pasado.
julio 14, 2014 ningún comentario
Carta a mi madre
Muy recordada madre:
desde hace mucho tiempo he deseado conversar con Usted. Preguntarle tantas cosas que se fueron acumulando en mi alma a medida que el tiempo transcurría presuroso. No me atrevía; ¿Cómo podría atreverme a decirle que me sentía menos hijo suyo que el resto de mis hermanos? ¿O que, en mi interior, me parecía como si le traicionase al decirle “mamá”, a otra señora? ¿Cómo decirle que me hizo falta su compañía cuando me sentía tan solo en aquella casa solariega – en la que reinaba la soledad – donde fui a vivir con mi tía? ¿Qué palabras usar para definirle los celos que sentía de mis hermanos cuando los veía abrazándola con tanta naturalidad, en el poquísimo tiempo que pasamos juntos? En fin, todo aquello pasó y uno se va acostumbrando a tomar la vida como viene… sin embargo hay heridas que es necesario curar. Sólo que no imaginé que sería por intermedio de estas líneas y separados por la distancia y el silencio ya que no por el olvido.
¿Cómo podría olvidar al ser que me dio la vida y todo lo que pudo?
Ni en mis más recónditos delirios se me ocurriría la más mínima pretensión de poner en duda sus actos; a Usted le tengo, como no podría ser de otro modo, el mayor de los respetos. Ha sido una madre abnegada y trabajadora. Sabe Dios todo lo que ha tenido que sufrir. La admiro por eso y por muchas otras cosas. Ha sabido estar a mi lado – ya de mayorcito – cuando me encontré en una de las varias encrucijadas en que me he visto envuelto. Pero lo que me sigue, como una sombra, son aquellos años. Los primeros. Los que uno pasa retozando en los brazos de su madre. Aquellos momentos de aprendizaje, de reconversiones… de calor maternal que me tocó carecer.
Después, cuando fui creciendo al lado de mis abuelos, dejé pasar irreflexivamente infinidad de ocasiones de estar a su lado… aún no entiendo bien por qué, espero que esta misiva me ayude a comprenderlo.
Lo único seguro es que me perdí de muchas cosas – creo que a los siete u ocho años empecé a tomar conciencia que tenía dos madres; mi abuela y Usted… no me percataba entonces que, en la práctica, no tenía ninguna – tengo, eso sí, la convicción que Usted ha sufrido tanto como yo, que me hayan arrancado de su lado.
Fue trágico llegar a conocerla cuando rondaba los seis años de edad y perderla de nuevo para volver a verla cuando ya frisaba tal vez los ocho, y después sólo esporádicamente; no fue esa precisamente la mejor manera de entablar una relación de madre e hijo.
Lo que me contaban mis abuelos – a guisa de explicación – era que ellos me visitaban cuando yo no cumplía aún el año de edad y me encontraban en un estado calamitoso al cuidado de mi hermana mayor – mientras Usted trabajaba para nosotros – y decidieron llevarme consigo. Nunca me convenció del todo tal razonamiento porque ellos no pensaron en el inenarrable sufrimiento que le ocasionarían a una madre que llega a su casa y se encuentra con la triste noticia que su retoño no está. Lo he pensado muchas veces. Pero no podía hacer nada. A esa edad un niño no opina, sólo se ve arrastrado por el curso de los acontecimientos que los adultos quisieron llevar a cabo. Decisiones que me marcaron para siempre pero que me es imposible juzgar de modo alguno. Las cosas se dieron así y la vida tomó su rumbo.
Apenas recuerdo verla llegar a casa de mis abuelos bien vestidita – no sabía que en esos momentos Usted peleaba mi custodia en los tribunales – y perfumada, a visitarme.
La veía entrar tímidamente, como si se sintiese una extraña… una intrusa; y yo no sabía que hacer. Nunca he sabido que hacer. Vivía confundido. Hubiese querido tener un impulso mágico – como se ve en las películas – y correr desaforado en pos de sus brazos y verme alzado y acogido en su regazo… sólo entonces desaparecería el desasosiego y el desconcierto y se acabarían los fantasmas que siempre me han perseguido. Pero yo no supe que hacer. Me quedé ahí nomas, mirándola tontamente.
Después los recuerdos se pierden en una nebulosa; creo que decidí quedarme con Usted y el Juez sentenció mi devolución… sólo que una vez más mis abuelos hicieron caso omiso y me llevaron con ellos… a los dos nos robaron la dicha de querernos. Nos quitaron la posibilidad de construir la maravillosa relación de una madre con su hijo.
Mamá: después de tantos años me sigue resultando un poco extraño llamarle así. De todos los títulos, este debe ser el más sublime y grandioso de todos. El sólo oír aquel nombre, uno ya sabe que es la palabra más sagrada de todas.
¿Se acuerda cuando empecé a decirle mamá?
Qué raro era llamarle por ejemplo, “mamá”. En realidad no sabía – como a los ocho o nueve años de edad – si debía decirle mamá a secas; lo que me resultaba un poco lejano… formal, o decirle “mami”, – emulando a mis hermanos – lo cual sonaba más raro aún; como si la palabra tuviese una connotación íntima – de los niños que toda la vida vivieron con su madre– que me era del todo ajena. No me hallaba cómodo… me parecía un “exceso de confianza”. De modo que opté por ir balbuceando un tembloroso “amá”, como solía llamar a mi abuelita, aquella dulce viejecita que tuve por madre pero que nunca llegó a reemplazarle.
Mamá, una palabra pronunciada con dolor y llanto inconmensurables cuando ya no se la tiene… sólo que en mi caso no es así.
¿Será posible que uno no pueda querer a alguien sólo porque lo desee?
Me quitaron la posibilidad de quererla con todo el amor de que es capaz un ser humano a su progenitora. Ese mismo amor que siempre es más pequeño que el de una madre por su hijo.
Quiero pedirle perdón si algo de lo aquí escrito le molesta. Si le he faltado el respeto de algún modo… o si no he podido quererla como Usted sin duda alguna se merece. He tratado de ser fiel a mis sentimientos y a la franqueza que me ha traído más de un disgusto. Tal vez es parte de mí la torpeza pero no puedo sustraerme a ella.
No puedo despedirme sin antes decirle que agradezco infinitamente haberme dado la vida.
Se me puede tachar de muchas cosas… de ingratitud, de infraternidad o insensibilidad… menos de decir lo que pienso y siento, aunque por ello tenga que pagar con todo el dolor que mi corazón es capaz de soportar.
Manuel Teyper
octubre 4, 2010 16 comentarios