*De Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com * Cantegril: “villa miseria” de la República Oriental del Uruguay
Clarita hace muñecas. Las fabrica con trapos de colores, rellenas de algodón. Tienen piernas largas como de bailarina y el pelo rojo o amarillo, hecho de lana trenzada. La conozco desde que nació, cuando yo hacía mi residencia en el Hospital Maciel, antes de recibirme de médica. Clarita cumplió dieciséis años la semana pasada y vive en el Cantegril* del Cementerio del Norte, con su madre y dos hermanos menores. El padre desapareció hace tiempo, y el hijo mayor, que debe andar por los 19 o algo así, se hizo policía y lo mandaron al interior. La última vez que pregunté por él, supe que estaba en Tacuarembó y que les escribía regularmente; también les mandaba dinero de vez en cuando. No sé si conocen el barrio; yo vivía por ahí, a unas quince cuadras subiendo por Ramón Márquez. La Gruta de Lourdes, que está justo a la entrada del cementerio, al costado de la capilla, era en ese entonces un lugar de peregrinación popular. Yo solía visitarla con mi madre, cada año, mientras vivió. Comprábamos flores y las dejábamos en el altar de la Virgen, donde encendíamos una o dos velas; a mamá nunca le faltaban problemas que encomendarle, propios o ajenos. En esa época yo trabajaba, además, en un dispensario móvil que circulaba por esa zona y otras marginales para cumplir con el programa de vacunación, atender consultas urgentes, enseñar primeros auxilios… En una palabra, para tratar de compensar tanta carencia, al menos con respecto a la salud. La verdad es que no hay médicos suficientes, o los que hay, no están para atender a los pobres. En el dispensario conocí a la madre de Clarita, que en esa época estaba embarazada de ella y no llevaba aquel trance nada bien. No sólo era demasiado joven: tenía ya una criatura, estaba débil y además, aunque todavía vivía con el marido, las palizas que él le daba se le veían por todos lados. La pobre mujer decía lo mismo, más o menos, que todas las víctimas de violencia: que la culpa la tenía el alcohol, que su esposo la quería y le había prometido que ésa era definitivamente “la última vez”. Mentira: nunca hay última vez para la violencia, a no ser que te maten.
Clarita nació en el Maciel, sana pero sin piernas.
Era una beba muy buena, muy tranquila. Yo la visitaba seguido en la sala de recién nacidos; estaba medio obsesionada con la chiquita. Imagínense qué tragedia venir al mundo con semejante deformidad y, para colmo, en una familia tan complicada y tan pobre. La madre la adoraba; era conmovedor ver la ternura con que abrazaba a esa criaturita que a mí me dolía tanto: me parecía que estaba rota, como sin terminar. Un ser humano a medias, no sé si me explico. La madre sí la quería. En cambio, el padre lo único que hacía era llorar cuando iba a verlas. Las muñecas de Clarita se ríen con los ojos cerrados o abiertos, las cejas dibujadas con un medio círculo o en forma de techo a dos aguas; se ve que están felices. Porque se ríen, pero además porque bailan, sacudiendo alegremente sus piernas tan largas de trapo. Después que nació ella, sus padres siguieron viviendo juntos un par de años más. Yo estaba bien enterada por mi trabajo en el dispensario; la madre la traía a la nena para que la revisara y le diera todas las vacunas. Ella vivía para esa hija, aunque se sentía cada vez más aislada dentro del barrio: los vecinos parecían creer que era contagiosa la deformidad de Clarita y eran pocos los que todavía se acercaban con intenciones de ayudar.
Ya saben, no hay contagio peor que el de la ignorancia, ni peor peste que la superstición.
Como sea, la nena creció y después que nacieron los dos hermanos menores, normales y sanos, fueron éstos, desde muy chicos, los que me la traían para que la revisara. Después, lo de costumbre: el padre se hizo humo.
El Cantegril del Cementerio del Norte creció, enorme, e invadió la zona como una plaga para la que todavía no hay veneno. Yo decidí mudarme más cerca del hospital. También dejé de trabajar en los dispensarios, aunque seguí en contacto con algunos de los vecinos del barrio; venían a tomarse la presión conmigo, o a pedirme algún medicamento de los que siempre tengo reserva, muestras gratis, ya saben, que me traen los visitadores médicos. Por unos años me perdí de vista, pero una tarde, al llegar a casa como a las seis, me tropecé con la madre de Clarita: andaba pidiendo botellas, cajas de cartón, o lo que fuera que no necesitara. No la reconocí al principio, sobre todo porque con ella había unos muchachos mal entrazados que me distrajeron. Yo no me asusto así nomás, créanme, pero en los tiempos que corren, es mejor ser precavida. ¡Qué emoción cuando vi quién era…! La invité a pasar, pero no quiso. Me presentó a los hijos, esos dos grandotes que venían con ella, y me contó que Clarita estaba bien, que se las había arreglado para hacer los primeros años de escuela, que andaba en una silla de ruedas que heredó de una vecina vieja, otra inválida que yo también había atendido. Sigue siendo tan buena, tan linda, se ocupa de todo en la casa. Es mi razón de vivir, dijo. Se le llenaron los ojos de lágrimas y yo me di vuelta para disimular, con la excusa de ir a buscarle lo que me había pedido. No sé qué le habré dado, pero se lo llevó como si fuera un tesoro. Y después se fueron, ella arriba del carro y los hijos empujando. Lloré sin parar un buen rato. Fue ahí que me decidí a visitarla. Clarita, que ya es adolescente, ¿se los dije, no?, hace estas muñecas maravillosas que iluminan como soles, que calientan y embellecen los rincones de su casa. Es una muchacha preciosa, o lo parece cuando uno le mira esos ojos brillantes o escucha la voz límpida con que te va contando los detalles de su mínima vida, como si fueran un lujo que ella pone a tu disposición. Mientras tomábamos mate, en la cocina que de tan limpia no alcanza a ser triste, me contó que ahora su proyecto es vender muñecas en la feria. Las últimas que hizo tienen cintas de seda de color alrededor de las piernas, cofias con lunares y blusas con puntillas. Y hasta faldas de bailarina, hechas de tul blanco, rosa o celeste. Clarita tiene la ilusión de terminar la escuela, dice que le gustaría ser maestra artesana. Con lo que gane en la feria, piensa comprar otra silla para poder ir y venir del nuevo colegio, ése que inauguraron del otro lado del Cementerio del Norte. Quiere ser independiente, dice. (Si la hubieran escuchado, como yo, no le tendrían lástima.) Al despedirme, le prometí ir a visitar el puesto de la feria donde exhibirán sus muñecas largas y felices. Y la abracé, con la esperanza de que me transmitiera, no sé cómo, la alegría misteriosa, la felicidad suprema con que sabe moverse en este mundo, sin haber aprendido nunca a caminar en él.
artículo tomado de Inventiva Social
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